Genocidio por Liliana Weisbek

Los hombres llegaron justo antes del amanecer. Lo supe porque recién había cantado el gallo de Aarón, ese que canta justito cuando está por despuntar el alba. Vinieron en grandes camiones, gritando y vociferando. La mayoría de nosotros todavía no se había despertado. De hecho los pequeños aún dormían todos. Eso lo puedo asegurar. Recuerdo los ruidos, los chirridos del metal de los vehículos, los gritos amenazantes de los hombres. Fue en ese momento que me oriné encima. Supe en ese momento lo que era el miedo. Las piernas me temblaban, quería decir algo pero ningún sonido salía de mi garganta. En medio de la oscuridad adivinaba el movimiento de los cuerpos de otros que, como yo, tratarían de escapar a su destino. Los ruidos seguían. Nuestra intranquilidad inicial transformada ya en pánico iba en aumento. Luego los ruidos cesaron. Todavía era noche cerrada. Alcancé a ver a los hombres reunidos alrededor de un fuego que habían encendido. Reían y bebían como si nada fuera a pasar.

Pero nosotros sabíamos. Desde hacía un tiempo que venía escuchando las historias de “eso”, pero siempre pensé que eran cosas de viejos fantasiosos. Camiones que vendrían a buscarnos al clarear el día y que luego nos transportarían a un lugar rodeado de alambres de púas y edificios con chimeneas. “Nadie sale vivo de allí”, decían los mayores. Los jóvenes nos reíamos. “Deliran”, pensábamos, “están seniles”.

Pero ahora la historia de los viejos estaba aquí, delante de nuestros ojos, modificando nuestra vida para siempre. Comencé a intuirlo cuando el día anterior vinieron a separarnos, los viejos por un lado, los jóvenes por otro, las embarazadas o con hijos pequeños estaban más alejadas, las otras en un sector aledaño. Ahí supe que iba a ocurrirnos “eso”. Creo que los demás también. Se veía en sus miradas. Terror, desolación, angustia. Algunos lloraban bajito. Nadie decía nada.

Pero eso fue ayer. Ahora estábamos esperando que los hombres dieran el siguiente paso. No tuvimos que esperar mucho. Ni bien amaneció apagaron el fuego y a garrotazos comenzaron a arrearnos hacia los camiones. A los gritos, a las patadas. Aterrados tratábamos de escabullirnos, pero todo era en vano. Siempre aparecía un hombre armado que nos indicaba a los golpes el camino. Muchos de nosotros tropezaron y cayeron en medio de orines y defecaciones. Yo no había sido el único. Ahora todo era un caos. Los gritos de los hombres, nuestros gritos, los golpes, la sangre, los empujones. El dolor. El miedo. Finalmente ya con el sol alto del mediodía todos estuvimos cargados en los camiones. Todos no. Las madres con sus hijos y las embarazadas quedaron en su lugar. No las tocaron. Todavía no era su turno.

Entonces comenzó el largo viaje. La sed. Todos de pie apiñados en el bamboleante camión. Gritábamos pidiendo por un poco de agua. Los hombres no se daban por enterados. El sol. La sed. La opresión. Por un momento me vi nuevamente niño, jugando sobre la fresca hierba. Mas allá mi madre me observaba con ternura mientras amamantaba a mi hermanito. Fueron tiempos felices que duraron poco. Ya casi adolescente comencé a escuchar las historias. Esas que nunca creí. Esa que estaba viviendo.

Me despertó un fuerte sacudón del camión. No supe cuanto tiempo había durado mi ensoñación, pero debieron haber sido horas. Ahora estábamos entrando a un predio cercado por alambre de púas. Enormes edificios con altas chimeneas se veían por doquier. Había más hombres esperando nuestra llegada. Los camiones se estacionaron y abrieron las puertas. A los golpes nos hicieron bajar. Muchos se cayeron. Los hicieron levantar a las patadas. Tuvimos que correr hasta llegar a un lugar amplio y cerrado. Cuando todos estuvimos dentro cerraron las puertas. La oscuridad. Nuevamente el miedo sofocándonos. Este es el fin que contaban los viejos, pensé. Pero no. Fuertes chorros de agua nos mojaron de arriba abajo. Ahora teníamos frio. Tiritábamos por el frio y por el miedo. Finalmente el baño cesó. Abrieron otra puerta más pequeña y uno por uno nos obligaron a caminar por un pasillo. Angosto. Frio. Húmedo. El miedo se olía. La muerte también. Sentí mis pies mojados y mire el piso. No era agua, era sangre. Mi tensión aumentaba con cada paso. Sabía que iba a morir. Todos lo sabíamos. Pero seguíamos avanzando. A veces alguno se frenaba y comenzaban los golpes.

Fue al dar vuelta un recodo que vi el final de la historia que los viejos nunca pudieron contar. Porque la presentían, pero no la conocían. Un hombre presionó con un aparato la nuca del compañero que me precedía, luego otro rápidamente, con un enorme cuchillo le seccionó la garganta. Un tercero le introdujo un gancho en el muslo y la máquina que giraba en lo alto lo elevó y se lo llevó dejando tras sí una estela de sangre. Todo duró unos segundos. Mi asombro era tan grande que no tuve tiempo de pensar siquiera que ahora era mi turno. Creo que solamente alcancé a decir débilmente: “mmmmmúúúúú…….”.

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