Historias Familiares por Liliana Weisbek

Este cuento obtuvo el Segundo Premio en el Concurso de Cuentos “Evocación del Molino” 2018

Fue después de la mudanza que comencé a ir todos los domingos a la Confitería del Molino. La razón había estado en mi inconsciente por mucho tiempo y en esos días afloró. El viaje era largo pero no me importaba, la soledad de mi departamento los días domingo me abrumaba. Yo me había mudado a Olivos, que quedaba lejos de Balvanera, pero los domingos por la mañana temprano casi no había tráfico. El único problema eran los jovencitos que, borrachos o drogados, o ambas cosas, cruzaban las calles en bandadas desaforadas. Yo tenía mucho cuidado, no fuera cosa que atropellara a alguno y me arruinara el domingo, y la semana, y la vida.

Esa semana había leído en el diario que la Confitería del Molino había abierto nuevamente sus puertas, y ese artículo me remitió a hechos que creía olvidados después de la muerte de mamá y de los abuelos. Y digo que todo comenzó cuando me mudé a Olivos porque cuando estaba desembalando las cajas con mis cosas y algunos recuerdos que me habían quedado de mamá, apareció un álbum de fotos. En una de ellas, mamá estaba sentada a una mesa de la confitería, pero la foto había sido cortada por la mitad, no se sabía quién era su eventual acompañante. Aunque lo imaginé. Por eso, como justo había leído que la misma había abierto nuevamente sus puertas me decidí a ir, a pesar del tiempo transcurrido.

Mamá había sido muy prolija toda su vida. En todos los aspectos. Una señora gorda de Barrio Norte. Lo de gorda es un decir, mamá era muy flaca como todas las señoras gordas de ese lugar. Siempre bien vestida. Siempre bien peinada. De peluquería. Las uñas impecables. Siempre así.

Vivimos toda la vida en el departamento de Barrio Norte que había sido de la abuela. De la abuela y del abuelo. Dama de beneficencia ella, militar retirado él. Hijo de un héroe de la guerra con el Paraguay. Bueno, al menos eso decían. Asiduos concurrentes a la inauguración de la Rural, aunque nunca supe que tuvieran campos. Ni campos, ni plata. Pero eso sí, aparentaban un estilo de vida que apenas si podían mantener con la pensión de él y unas clases de modales que daba mi abuela a algunas señoritas de la sociedad no muy refinadas o algunas nuevas ricas que pretendían refinarse. Lo hago por caridad, decía mi abuela, me dan pena esas chicas tan brutitas, tan ordinarias, y les cobro no porque lo necesite, sino para que no piensen que hago caridad con ellas. Pero la verdad era que la abuela les cobraba bien cobrado, no hacía ningún tipo de caridad con sus alumnas.

El abuelo apenas hablaba. Siempre encerrado en su escritorio “por sus negocios” decía mi abuela, pero nunca le conocí un negocio ni un trabajo a mi abuelo, solo la pensión de militar retirado.

Nunca supe dónde se habían conocido, existían distintas versiones, todas de la abuela y según el momento, a veces decía que había sido en Mar del Plata, recordemos que Mar del Plata era un lugar top por esas épocas, a veces decía que en el campo de la familia, pero yo nunca conocí ningún campo familiar, otras veces decía que en el viaje en barco al regresar de Europa, qué se yo, la abuela vivía en un mundo de ilusión. Pero en lo que nunca cambiaba la versión era el lugar al que el abuelo la había llevado para su primera cita, eso sí, con una chaperona, como correspondía a una señorita bien, decía la abuela, al tiempo que entrecerraba los ojos y recordaba: “El Molino, que hermosa confitería, te encontrabas con todo el mundo, lástima que después no pudimos ir más”, y suspiraba, mirando seria a mamá. Cuando se refería a todo el mundo, se refería a su círculo social y yo siempre supuse que no habían podido ir más por motivos económicos. Estaba equivocado.

Pero esos recuerdos gratos los mencionaba cuando las cosas con el abuelo andaban bien y la plata no faltaba. Pero si en algún momento no se podía comprar un vestido nuevo, (de modista, por supuesto, la que me recomendó Adelita, es cara, pero vistió a todo el jet set de Europa). Si no se podía comprar dicho vestido o algo en Ricciardi (donde iba solo a mirar, nunca tuvo alhajas de Ricciardi), otra era la cantinela: “Viejo amarrete, me engatusaste llevándome al Molino y comprándome los exquisitos marrons glacé, si yo hubiera sabido que eras un seco con todos los pretendientes estancieros que tuve”.

Así fueron las cosas más o menos cuando yo era chico. Mamá y yo vivíamos con ellos en el departamento de Barrio Norte. Yo no sé cómo mamá los aguantaba, en realidad, como aguantaba a la abuela. El abuelo nunca decía nada, pero la abuela siempre la atosigaba en susurros para que yo no escuchara. Pero igual yo me daba cuenta. Algo le recriminaba, nunca supe bien qué, pero la abuela me miraba fijo y seria en esas ocasiones. Hasta parecía que me odiaba. Igual nunca fue muy cariñosa conmigo. Y eso que yo era su único nieto.

Mamá soportaba en silencio las misteriosas recriminaciones de la abuela. Mucho no se podía hacer la cocorita, vivíamos con ellos. Tampoco hubiésemos tenido adonde ir. Pero mamá siempre parecía estar tan triste, sobre todo después que la abuela la atosigaba.

En la casa de mis abuelos nunca se hablaba de mi papá. Mi papá era algo misterioso. Murió en Europa, era la versión oficial, había ido por negocios y murió allá, pero nunca supe de qué había muerto, si habían repatriado sus restos, que negocios estaba haciendo. De papá no se hablaba. Solo una vez en que mamá me llevo a tomar el té al Molino me dijo: “Este lugar me recuerda a tu padre”, hizo una pausa y se puso sombría. Yo asumí que iba seguido a tomar el té al Molino con papá, pero como se puso tan seria no le pregunté nada más. Esto fue después de la muerte de los abuelos. Ella se dio cuenta de mi curiosidad porque me dijo: “Tomá el tecito nene que se enfría, no me hagas caso, dije cualquier pavada”. Pero ese comentario que grabado en mi mente, porque mi padre era un gran misterio, no se hablaba de él, ni siquiera había fotos. Cuando yo preguntaba al respecto la respuesta era: “No le gustaba sacarse fotos, como era del campo tenía supersticiones”. Pero tampoco estaba en las fotos de las reuniones familiares, supersticiones o no, era raro, mamá me decía que papá era el que siempre sacaba las fotos. Cuando yo era chico lo creía, ya más grande no me conformaba esa respuesta pero tampoco preguntaba. Sabía que me iban a contestar cualquier cosa.

Cuando los abuelos murieron, primero él de un ataque al corazón, el año que volvió la democracia, y luego la abuela “de tristeza”, decía mamá, pero a mí no me pareció. Lo sobrevivió al abuelo ocho años, lo suficiente como para hacernos la vida imposible a mamá y a mí. La abuela parecía siempre enojada. O resentida. O ambas cosas. La plata escaseaba por esas épocas. La abuela tenía la pensión del abuelo fallecido, mamá trabajaba en un estudio jurídico pero el sueldo era una miseria. Cuando yo tuve edad suficiente comencé a trabajar en el mismo estudio jurídico en el que trabajaba mamá. Era de un pariente lejano y nos dió el trabajo por lástima, creo. A mí me pusieron de cadete: igual mucho más no podía hacer. Tenía dieciocho años y apenas un título secundario de bachiller, ni siquiera perito mercantil.

Mamá, después que la abuela murió en el año 1990, comenzó a recibir a algunas amigas los jueves. Ella ponía el té y la vajilla inglesa y las invitadas traían sándwiches, scones, masitas. Comían poco y sobraba mucho. Nos duraban varios días.

A sus amigas les decía: “el nene (yo) está por comenzar a estudiar abogacía, ya está trabajando en el estudio jurídico de mi primo Pancho, uno de los mejores del país, me dijo mi primo que el nene (yo) va a hacer carrera.

Todas las viejas emitían exclamaciones de asombro. Yo me esfumaba en esos momentos: la mentira de mamá siempre me hacía ruborizar.

Cuando la abuela al fin falleció el departamento nos quedó muy grande. Y tan lleno de recuerdos (cosas viejas, bah). Le sugerí a mama venderlo y mudarnos a Colegiales o Saavedra a un departamento más pequeño o un PH, total para esa época ella ya se había jubilado. Si nos mudábamos cerca de la estación yo no tendría problemas para viajar a mi trabajo que era en pleno centro.

Pero cuando yo le sugería esos cambios parecía que a mamá le hubiese nombrado al demonio. “Vos estás loco, me decía, ¿Cómo voy a recibir a mis amigas en un PH? Además esos lugares que vos decís quedan lejos y son barrios pobres.

Pobres o no, yo había averiguado y con lo que sacábamos por el departamento de los abuelos nos podíamos comprar hasta una casita y nos sobraba plata. Pero a mamá eso no la convencía. Su vida, su mundo estaba en el Barrio Norte y en sus costumbres arcaicas.

Fue también después que la abuela murió y hasta que mamá pudo movilizarse que tomamos la costumbre de ir todos los domingos a tomar el té a la Confitería del Molino, dejamos de ir casi justo cuando esta cerró. Pero no, me equivoco, fue un poco antes del cierre, una tarde en que pasó algo raro. Ahí dejamos de ir. Era un domingo y estábamos sentados en la mesa que ocupábamos habitualmente, un té para cada uno y un par de masitas, nuestro presupuesto no daba para más. Cuando el té se acababa mamá pedía una tetera con agua caliente y lo hacía rendir. En eso era una experta.

Esa tarde estábamos sentados en una mesa vestida con un impecable mantel blanco y la correspondiente vajilla, admirábamos las columnas de mármol. Las confiterías de ahora ya no tienen este lujo, decía mama, mirá esas columnas, mirá esas lámparas con las hermosas tulipas. Yo asentía como siempre, estábamos tomando nuestro tercer té, cuando de repente entró al lugar un hombre ya mayor. Vestía normal, hasta diría que con una cierta elegancia. Se acercó a la caja y le preguntó algo al joven que estaba en la misma. Yo estaba de frente y vi como algunos de los mozos antiguos lo iban a saludar. Hubo abrazos, exclamaciones de alegría. ¿Qué pasa?, me preguntó mamá, que estaba de espaldas. Nada, le contesté, entró un tipo y todos lo saludan, debe ser alguien que trabajó aquí.

En ese momento en la confitería se hizo un gran silencio y el jefe de salón que salía de la cocina vio al visitante y gritó:

-¡Aldo!

Y ambos hombres se abrazaron con afecto. No lo noté enseguida pero mamá primero palideció y luego se puso colorada. Se removió en su asiento, se puso una mano en la mejilla.

-Paga rápido y vámonos –me dijo, tenía la cara desencajada.

-Mamá, ¿te sentís bien? –le pregunté.

-No, hace mucho calor aquí, vámonos.

Llamé al mozo, pagué y nos fuimos apurados. Ese día tomamos un taxi. Mamá parecía realmente descompuesta y creo que así era. La quise llevar a la guardia del Hospital pero se negó: “vamos a casa, me recuesto un rato y voy a estar bien”.

El viaje de vuelta lo hicimos en silencio. Yo la miraba, algunas lágrimas rodaban por sus mejillas.

Cuando llegamos a casa se acostó. Y nunca más se levantó. Yo pedí licencia en el trabajo para cuidarla. Se dejó morir.

Cuando ya se notaba que no tenía fuerzas para nada me dijo que me quería confesar algo. En un susurro me confió que el hombre que había entrado al Molino esa tarde era mi padre, uno de los mozos del lugar, lo dijo casi con vergüenza. No dijo nada más, ni cómo lo había conocido, ni porqué nunca había estado en nuestras vidas. Mama murió tres días después.

Y yo seguí con mi vida solitaria. El departamento de Barrio Norte me abrumaba pero sentía que si lo vendía estaba traicionando a mamá, la historia familiar me ataba a él. Finalmente, veinte años después me decidí a venderlo, ya no lo podía mantener.

Vendí el departamento de Barrio Norte y me compré un departamentito en Olivos cerca de la estación. Y también un auto, usado, pero en buen estado. A pesar de mis sesenta y tres años sigo siendo el cadete del Estudio Jurídico del tío Pancho, mejor dicho de mi primo Panchito, que, siguiendo los pasos del padre, también es abogado y se hizo cargo del Estudio Jurídico, mi tío ya está retirado. Sé que nunca voy a llegar a más.

Desde entonces, todos los domingos me levanto temprano y manejo hasta el Congreso, y paso el día en El Molino, con la esperanza de que quizás algún día pueda nuevamente coincidir con mi padre. Espero que no sea ya demasiado tarde.

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